Conocí a Antonio Aller hace más de medio siglo —ah, fábula del tiempo—, cuando ambos éramos estudiantes en Astorga y nos interesábamos, quizá ingenuamente por encima de todo, en lo que iba a ser nuestra profesión y, más que nada, nuestra pasión; los libros, la literatura y la poesía. Y a Antonio Aller, nacido en el pueblecito leonés de Riofrío de Órbigo, ya se le veían entonces las hechuras del poeta que ha seguido siendo hasta hoy —porque esa íntima condición no surge de pronto ni se pierde jamás—, a pesar del silencio de los años transcurridos desde aquel ayer lejano.
El poeta dejaría el Seminario para concluir la licenciatura de Filosofía en la Universidad de Barcelona. Luego vendría el tiempo de la lucha por la vida, la formación de una familia y el ejercicio de la nueva condición añadida; profesor de Filosofía, Latín y Griego en un colegio de León. De donde ya no se apartaría nunca. León y su amado Riofrío. Y allá al fondo, Astorga y su catedral.
Ya en aquel tiempo iniciático de los sesenta y setenta del siglo pasado se le veía esa voz pura y esencial, capaz de expresar con vigor una poesía nacida de la intuición y del sentimiento. Luego se impondría un silencio de décadas, felizmente interrumpido con el nuevo siglo.
Hoy, animado por los amigos, da a la luz sus versos para satisfacción del lector, que podrá acceder así a una poesía callada y verdadera, que ha ido haciéndose poco a poco, como el mosto de calidad, en la calma ribereña y campesina del Órbigo. De ahí llegan ahora los ecos que reproducen la palabra sentida y sabia. Porque la poesía de Antonio Aller nace ante todo del sentimiento lírico de la tierra, conocida por la propia experiencia —los campos, el valle, los álamos vibrantes, el monte, la llanura, los aperos, las cosechas—, y nace también del conocimiento reposado y profundo del mundo que va surgiendo ante los ojos maravillados del niño que se hace hombre en el paisaje y en el tiempo. Un mundo particular y hermoso, en el que el poeta se siente enraizado de forma natural y desde siempre. Porque es el suyo. Y lo vemos de forma constante en la expresión, en los temas y en el ritmo armonioso y pausado; el paisaje de las riberas, herboso y húmedo, donde las cosas hablan el lenguaje clásico y moderno de siempre. El que nos han legado los siglos, desde Horacio y Virgilio hasta Miguel Hernández y Claudio Rodríguez; eso es lo que sigue alentando en estos versos. Una poesía donde aún se hornea el pan, pasa el hombre con la yunta, sigue en uso el arado romano y la ciudad está ausente, si no es para desdeñarla; «volveré… / derribando chimeneas y guarismos / semáforos y ruedas».
Porque es difícil que germine en el asfalto la semilla de una voz que quiere hurgar en las esencias primigenias del mundo y remontarse hasta el origen inocente de las cosas. Y es lo que descubrimos aquí, la necesidad del regreso al núcleo original, a aquella habitación desde donde se veía atardecer cuando el padre parecía ya viejo y la madre traía el único consuelo en un tiempo difícil. El territorio de la infancia del que el joven tuvo que apartarse para buscar otra vida y al que el hombre se acoge de nuevo, cuando llega el tiempo de recoger los frutos. Porque resulta que al final no hay nada como la tierra nativa y el paisaje que acogió nuestros primeros pasos y nuestra voz primera.
Andrés M. Oria (Prólogo)