El primer presidente del Tribunal Constitucional (García Pelayo) confesaría a quien años después ocuparía el mismo cargo (Tomás y Valiente) que la Constitución de 1978 se había hecho más con la preocupación de conjurar problemas del pasado que para resolver los del futuro. Hoy, los hechos confirman que no ha servido ni para lo uno ni para lo otro.
Nacida con el pecado original de no ser gestada en Cortes Constituyentes, sus “padres” sabían de antemano que no debía ver la luz tal como la estaban redactando, singularmente, su célebre Título VIII, que no tardaría en merecer la consideración por parte de expertos juristas de “desastre sin paliativos”.
Quien con la mejor voluntad hoy se acerque a ella encontrará un texto promotor de controvertidas excepcionalidades, generoso en incongruencias, deficiencias y notorias insuficiencias. Juristas y politólogos han hablado de su necesidad de reforma, pero la inoperancia política no sabe siquiera cómo abordarla.
El Estado Autonómico desarrollado durante la Transición es el mejor ejemplo de desconstitucionalización del propio Estado. Se derrumba ante nuestros ojos y la Constitución y sus interesados partidarios a duras penas logran apuntalarlo. Mientras contemplamos su acelerado deterioro, ¿hay alguien trazando los planos del nuevo edificio que el Estado español necesita?